Por Fernando SAVATER
Citándote la venerable opinión de Aristóteles: “el hombre es un animal cívico, un animal político” (lo cual no debe confundirse con que los políticos sean unos animales, como opinan algunos). Es decir, que somos bichos sociables, pero no instintiva y automáticamente sociales, como las gacelas o las hormigas. A diferencia de estas especies, los humanos inventamos formas de sociedad diversas, transformamos la sociedad en que hemos nacido y en la que vivieron nuestros padres, hacemos experimentos organizativos nunca antes intentados, en una palabra: no sólo repetimos los gestos de los demás y obedecemos las normas de nuestro grupo (como hace cualquier otro animal que se respete) sino que llegado el caso desobedecemos, nos rebelamos, violamos las rutinas y las normas establecidas, armamos un follón que para qué. Lo que quería decir Aristóteles, tan formalito como creíamos que era, es que el hombre es el único animal capaz de sublevarse... Qué digo “capaz”: los hombres nos estamos sublevando a cada paso, obedecemos siempre un poco a regañadientes. No hacemos lo que los demás quieren sin rechistar, como las abejas, sino que es preciso convencernos y muchas veces obligarnos a desempeñar el papel que la sociedad nos atribuye. Otro filósofo muy ilustre, lmmanuel Kant, dijo que los hombres somos “insocialmente sociables”. O sea que nuestra forma de vivir en sociedad no es sólo obedecer y repetir, sino también rebelamos, e inventar.
Pero atención no nos rebelamos contra la sociedad, sino contra una sociedad determinada. No desobedecemos porque no queramos obedecer jamás a nada ni a nadie, sino porque queremos mejores razones para obedecer de las que nos dan y jefes que ordenen, con una autoridad más respetable. Por eso el viejo Kant señaló que somos “insocialmente sociables”, no asociales o antisociales sin más. Los grupos animales cambian a veces sus pautas de conducta, de acuerdo con las exigencias de la evolución biológica cuya orientación tiende a asegurar la conservación de la especie. Las sociedades humanas se transforman históricamente, de acuerdo a criterios mucho más complejos, tan complejos... que no sabemos cuáles son. Unos cambios intentan asegurar determinados objetivos, otros consolidar ciertos valores, y muchas transformaciones parecen provenir del descubrimiento de nuevas técnicas para hacer o deshacer cosas. Lo único indudable es que en todas las sociedades humanas (y en cada miembro individual de esas sociedades) se dan razones para la obediencia y razones para la rebelión. Tan sociables somos cuando obedecemos por las razones que nos parecen válidas como cuando desobedecemos y nos sublevamos por otras que se nos antojan de más peso. De modo que, para entender algo de la política, tendremos que planteamos esas diversas razones. Porque la política no es más que el conjunto de las razones para obedecer y de las razones para sublevarse...
Obedecer, rebelarse: ¿no sería mejor que nadie mandase, para que no tuviésemos que buscar razones para obedecerle ni encontrásemos motivos para sublevamos en contra suya? Ésta es más o menos la opinión de los anarquistas, gente por la que reconozco que tengo bastante simpatía. Según el ideal anárquico, cada cual debería actuar de acuerdo con su propia conciencia, sin reconocer ningún tipo de autoridad. Son las autoridades, las leyes, las instituciones, el aceptar que unos pocos guíen a la mayoría y decidan por todos, lo que provoca los infinitos quebraderos de cabeza que padecemos los humanos: esclavitud, abusos, explotación, guerras… La anarquía postula una sociedad sin razones para obedecer a otro y por tanto también sin razones para rebelarse contra él. En una palabra: el final de la política, su jubilación. Los hombres viviríamos juntos pero como si viviésemos solos, es decir, haciendo cada cual lo que le da la gana. Pero ¿no le daría a alguno la gana de martirizar a su vecino o de violar a su vecina? Los anarquistas suponen que no, pues los hombres tenemos tendencia espontánea y natural a la cooperación, a la solidaridad, al apoyo mutuo que a todos beneficia. Son las. jerarquías sociales, el poder establecido y las supersticiones que lo legitiman, las que producen los enfrentamiento s y enloquecen a los individuos. Los jefes sostienen que nos mandan por nuestro bien; los anarquistas responden que nuestro verdadero bien sería que nadie mandase, porque entonces cada cual se portaría obedientemente... pero no obedeciendo a ningún hombre falible y caprichoso sino a la verdadera bondad de la naturaleza humana.
¿Es posible una sociedad anárquica, es decir, sin política? Los anarquistas tienen desde luego razón al menos en una cosa: una sociedad sin política sería una sociedad sin conflictos. Pero ¿es posible una sociedad humana —no de insectos o de robots— sin conflictos? ¿Es la política la causa de los conflictos o su consecuencia, un intento de que no resulten tan destructivos? ¿Somos capaces los humanos de vivir de acuerdo... automáticamente? A mí me parece que el conflicto, el choque de intereses entre los individuos, es algo inseparable de la vida en compañía de otros. Y cuantos más seamos, más conflictos pueden llegar a plantearse. ¿Sabes por qué? Por una causa que en principio parece paradójica: porque somos demasiado sociables. Intentaré explicarlo. La más honda raíz de nuestra sociabilidad es que desde pequeños nos arrastra el afán de imitarnos unos a otros. Somos sociables porque tendemos a imitar los gestos que vemos hacer, las palabras que oímos pronunciar, los deseos que los demás tienen, los valores que los demás proclaman. Sin imitación natural, espontánea, nunca podríamos educar a ningún niño ni por tanto acondicionarle para la vida en grupo con la comunidad. Desde luego, imitamos porque nos parecemos mucho: pero la imitación nos hace cada vez más parecidos, tan parecidos... que entramos en conflicto. Deseamos obtener lo que vemos que los demás también quieren; queremos todos lo mismo pero a veces lo que anhelamos no pueden poseerlo más que unos pocos o incluso uno sólo. Sólo uno puede ser el jefe, o ser el más rico, o el mejor guerrero, o triunfar en las competiciones deportivas, o poseer a la mujer más hermosa como esposa, etc... Si no viésemos que otros ambicionan esas conquistas, es casi seguro que no nos apetecerían tampoco a nosotros, al menos desaforadamente. Pero como suelen ser vivamente deseadas, por imitación las deseamos vivamente. Y así nos enfrenta lo mismo que nos emparienta: el interés (etimológicamente) es lo que está-entre dos o más personas, o sea lo que las une pero también las separa...
De modo que vivimos en conflicto porque nuestros deseos se parecen demasiado entre sí y por ello colisionan unos contra otros. También es por demasiada sociabilidad (por querer ser todos muy semejantes, por fidelidad excesiva a los de nuestra misma tierra, religión, lengua, color de piel, etc...) por lo que consideramos enemigos a los distintos y proscribimos o perseguimos a los que difieren. Hablaremos otra vez de esto más adelante, cuando mencionemos el nacionalismo y el racismo, esas enfermedades de la sociabilidad. Por el momento, te hago notar una cosa importante pero que choca con la opinión comúnmente establecida. Oirás decir que la culpa de los males de la sociedad la tienen los asociales, los individualistas, los que se despreocupan o se oponen a la comunidad. Mi opinión, tú verás si estoy equivocado o no, es la contraria: los más peligrosos enemigos de lo social son los que se creen lo social más que nadie, los que convierten los afanes sociales (el dinero, por ejemplo, o la admiración de los demás, o la influencia sobre los otros) en pasiones feroces de su alma, los que quieren colectivizarlo todo, los que se empeñan en que todos vayamos a una... aunque seamos muchos, los que están tan convencidos de los valores comunes que pretenden convertir en bueno a todo el mundo aunque sea a palos, etc... La mayoría de los verdaderos individualistas son tolerantes con los gustos ajenos porque les traen sin cuidado y, como tienen sus propios valores, a menudo distintos de los de la escala “oficial” no chocan frontalmente con los diferentes a ellos, no pretenden imponerles por la fuerza las virtudes propias ni luchan a zarpazos por apoderarse de algo único cuyo mayor precio viene solamente de que lo quieren muchos. La gente más sociable es la que acepta el compromiso con los demás razonablemente, o sea: sin exageraciones. Ahora que nadie nos oye te susurraré una blasfemia: ¿te acuerdas de que en el libro anterior te dije que los que mejor entienden la ética son los egoístas reflexivos? Pues bien, los miembros de la comunidad que menos contribuyen a estropearla son esos individualistas contra quienes tanto oirás predicar: los que viven para sí mismos y por tanto comprenden las razones que hacen indispensable la armonía con los demás; no los que sólo viven para los demás... y para lo de los demás.
Sin embargo, no vayas a creer que el conflicto entre intereses, cualquier conflicto o enfrentamiento, es malo de por sí. Gracias a los conflictos la sociedad inventa, se transforma, no se estanca. La unanimidad sin sobresaltos es muy tranquila pero resulta tan letalmente soporífera como un encefalograma plano. La única forma de asegurar que cada cual tiene personalidad propia, es decir, que de verdad somos muchos y no uno solo hecho por muchas células, es que de vez en cuando nos enfrentemos y compitamos con los otros. Quizá queramos lo mismo todos, pero al enfrentamos por conseguido o enfocar el mismo asunto desde diversas perspectivas, constatamos que no todos somos el mismo. A veces los que gustan de dar órdenes dicen: “¡Vamos todos como un solo hombre! ¡En pie todos como un solo hombre!” Menudo disparate colectivista. ¿Por qué demonios tenemos que hacer todos algo como un solo hombre... si no somos uno sino muchos? Hagamos lo que hagamos, en armonía o discrepancia, es mejor hacerla como trescientos hombres, o como mil, o como los que seamos y no como uno, puesto que no somos uno. Actuamos solidaria o cómplicemente con los demás, pero no fundidos con los demás, confundidos y perdidos en ellos, soldados a ellos... Por cierto, ¿te suena a algo esa palabra, soldados?
De modo que en la sociedad tienen que darse conflictos porque en ella viven hombres reales, diversos, con sus propias iniciativas y sus propias pasiones. Una sociedad sin conflictos no sería sociedad humana sino un cementerio o un museo de cera. Y los hombres competimos unos con otros y nos enfrentamos unos contra otros porque los demás nos importan (¡a veces hasta demasiado!), porque nos tomamos en serio unos a otros y damos trascendencia a la vida en común que llevamos con ellos. A fin de cuentas, tenemos conflictos unos con otros por la misma razón por la que ayudamos a los otros y colaboramos con ellos: porque los demás seres humanos nos preocupan. Y porque nos preocupa nuestra relación con ellos, los valores que compartimos y aquellos en que discrepamos, la opinión que tienen de nosotros (esto es muy importante, lo de la opinión: exigimos que nos quieran, o que nos admiren, o al menos que nos respeten o si no que nos teman…), lo que nos dan y lo que nos quitan... Según los hombres vamos siendo más numerosos, las posibilidades de conflicto aumentan; y también aumentan los jaleos cuando crecen y se diversifican nuestras actividades o nuestras posibilidades. Compara la tribu amazónica de apenas un centenar de miembros, cada cual con su papel masculino o femenino bien determinado, sin muchas opciones para salirse de la norma, con el torbellino complicadísimo en el que viven los habitantes de París o Nueva York…
No es la política la que provoca los conflictos: malos o buenos, estimulantes o letales, los conflictos son síntomas que acompañan necesariamente la vida en sociedad... ¡y que paradójicamente confirman lo desesperadamente sociales que somos! Entonces la política (recuerda que se trata del conjunto de las razones para obedecer y para desobedecer) se ocupa de atajar ciertos conflictos, de canalizarlos y ritualizarlos, de impedir que crezcan hasta destruir como un cáncer el grupo social. Los humanos somos agresivos, como ya tendremos ocasión de comentar más adelante al hablar de la guerra y la paz: a nada que nos descuidemos, llevamos nuestras discrepancias conflictivas hasta el punto de matamos unos a otros. Los otros animales que viven en grupo suelen tener pautas instintivas de conducta que limitan los enfrentamientos intergrupales: los lobos luchan entre sí por una hembra con ferocidad, pero cuando el que va perdiendo ofrece voluntariamente su cuello al más fuerte, el otro se da por contento y le perdona la vida; si en la batalla entre dos gorilas machos uno toma a un bebé gorila en los brazos y lo acuna como hacen las hembras, el otro cesa inmediatamente la pelea porque a las hembras no se las ataca... Etc. Los hombres no solemos tener tan piadosos miramientos unos con otros. Es preciso inventar artificios que impidan que la sangre llegue al río: se necesitan personas o instituciones a las que todos obedezcamos y que medien en las disputas, brindando su arbitraje o su, coacción para que los individuos enfrentados no se destruyan unos a otros, para que no trituren a los más débiles (niños, mujeres, ancianos...), para que no inicien una cadena de mutuas venganzas que acabe con la concordia del grupo.
Pero la autoridad política viene también a cumplir otras funciones. En cualquier sociedad humana hay determinadas empresas que exigen la colaboración o algún tipo de apoyo de todos los ciudadanos: se trata de la defensa del grupo, de la construcción de obras públicas de gran utilidad que ningún particular puede realizar por sí solo, la modificación de tradiciones o leyes que han estado vigentes mucho tiempo y su sustitución por otras diferentes, la asistencia a los afectados por alguna catástrofe colectiva o por esas catástrofes individuales que a todos nos importan (desvalimiento infantil, enferme dad, vejez...), incluso la organización de fiestas y celebraciones comunales que refuercen en los miembros de la colectividad los lazos de amistad civil y la emoción de formar parte de un conjunto bien armonizado. La exigencia de instituir alguna forma de gobierno, algún tipo de puesto de mando que dirija el grupo cuando resulte necesario, se apoya en estas justificaciones y otras parecidas que quizá a ti mismo se te ocurran reflexionando un poco sobre el asunto. No te he mencionado más que las de signo positivo, o sea las que tienden a construir o remediar, aunque también se necesita autoridad para prevenir ciertos males que afectan a muchos pero que unos cuantos por interés miope favorecen (la destrucción de los recursos naturales es un buen ejemplo) y para asegurar un mínimo de educación que garantice a cada miembro del grupo la posibilidad de conocer el tesoro de sabiduría y habilidad acumulado durante siglos por quienes les preceden.
Los partidarios de la anarquía pueden admitir la mayoría de estas demandas y su perentoriedad, pero no sin buenas razones arguyen que establecer una jefatura estatal y única suele crear más problemas de los que resuelve, aún peor: los jefes dan soluciones a los problemas planteados que resultan después más problemáticas que los males que intentaban resolver. Para acabar con la violencia promueven ejércitos y policías que cometen violencia en gran escala; pretendiendo ayudar a los débiles debilitan a todo el mundo con su prepotencia ordenancista; en nombre de la unidad de lo colectivo acogotan la espontaneidad libre y creadora de los individuos; inventan al Todo (patria, nación, civilización...) una personalidad sacrosanta hecha de odio a los extraños, los diferentes, los disidentes; convierten la educación en un instrumento de sumisión a los dogmas, a los poderosos y a los prejuicios que les favorecen; etc., etc... En resumen, inventan una casta privilegiada —los especialistas en mandar— y la instituyen por la fuerza como “salvadora permanente” de los demás, que por lo visto son sólo “especialistas en obedecer”…
Repasando la historia, tanto la más antigua como la más contemporánea, te confieso que llego a la conclusión de que estas objeciones contrarias a los jefes y al Estado tienen bastante fundamento. Pero también me resulta evidente que esperar el milagro de que millones de seres humanos logren vivir juntos de manera automáticamente armoniosa y pacífica, sin ningún tipo de dirección colectiva ni cierta coacción que limite la libertad de los más destructivos o de los más imbéciles (que suelen ser los mismos), no es cosa que parezca compatible con lo que los humanos hemos sido, somos… ni siquiera con lo que verosímilmente podemos llegar a ser. De modo que considero indispensables algunas órdenes... aunque no cualquier tipo de órdenes; ciertos jefes... aunque no cualquier tipo de jefes; algún gobierno... pero no cualquier gobierno. Volvemos así, qué quieres que yo le haga, al planteamiento inicial del asunto, de ese asunto del que la política se ocupa: ¿a quién debemos obedecer? ¿En qué debemos obedecer? ¿Hasta cuándo y por qué tenemos que seguir obedeciendo? Y, desde luego, ¿cuándo, por qué y cómo habrá que rebelarse?
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“¿Cómo puede ser que tantos hombres, tantos burgos, tantas ciudades, tantas naciones soporten a veces a un solo tirano, que no tiene más poderío que el que se le concede y que no tiene capacidad de dañar sino en tanto se le aguanta, que no podría hacer mal a nadie si no se prefiriera soportarle a contradecirle? Gran cosa es y más triste que asombrosa ver a un millón de hombres someter su cuello al yugo no obligados por una fuerza mayor sino por el solo encanto del nombre de uno” (E. de la Boétie, Contra Uno o Discurso, de la servidumbre voluntaria).
“Por lo demás, los hombres no derivan placer alguno (antes bien, considerable pesar) de estar juntos allí donde no hay poder capaz de imponer respeto a todos ellos. [...] En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y por consiguiente tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la Tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre un vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” (T. Hobbes, Leviatán).
“Ser gobernado es ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, reglamentado, encasillado, adoctrinado, sermoneado, fiscalizado, estimado, apreciado, censurado, mandado por seres que no tienen ni título, ni ciencia, ni virtud. Ser gobernado significa, en cada operación, en cada transacción, ser anotado, registrado, censado, tarifado, timbrado, tallado, cotizado, patentado, licenciado, autorizado, apostillado, amonestado: contenido, reformado, enmendado, corregido. Es, bajo pretexto de utilidad pública y en nombre del interés general, ser expuesto a contribución, ejercido, desollado, explotado, monopolizado, depredado, mistificado, robado; luego, a la menor resistencia, a la primera palabra de queja, reprimido, multado, vilipendiado, vejado, acosado, maltratado, aporreado, desarmado, agarrotado, encarcelado, fusilado, ametrallado, juzgado, condenado, deportado, sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado, ultrajado, deshonrado. ¡He aquí el gobierno, he aquí su moralidad, he aquí su justicia!” (P. J. Proudhon, Idea general de la revolución en el siglo XIX).
“De los fundamentos del Estado se deduce evidentemente que su fin último no es dominar a los hombres ni acallarlos por el miedo o sujetarlos al derecho de otro, sino por el contrario libertar del miedo a cada uno para que, en tanto que sea posible, viva con seguridad; esto es, para que conserve el derecho natural que tiene a la existencia, sin daño propio ni ajeno. Repito que no es el fin del Estado convertir a los hombres de seres racionales en bestias o en autómatas, sino por el contrario que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razón sin rivalizar por el odio, la cólera o el engaño, ni se hagan la guerra con ánimo injusto. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad. “Me rebelo, luego somos”
Pero atención no nos rebelamos contra la sociedad, sino contra una sociedad determinada. No desobedecemos porque no queramos obedecer jamás a nada ni a nadie, sino porque queremos mejores razones para obedecer de las que nos dan y jefes que ordenen, con una autoridad más respetable. Por eso el viejo Kant señaló que somos “insocialmente sociables”, no asociales o antisociales sin más. Los grupos animales cambian a veces sus pautas de conducta, de acuerdo con las exigencias de la evolución biológica cuya orientación tiende a asegurar la conservación de la especie. Las sociedades humanas se transforman históricamente, de acuerdo a criterios mucho más complejos, tan complejos... que no sabemos cuáles son. Unos cambios intentan asegurar determinados objetivos, otros consolidar ciertos valores, y muchas transformaciones parecen provenir del descubrimiento de nuevas técnicas para hacer o deshacer cosas. Lo único indudable es que en todas las sociedades humanas (y en cada miembro individual de esas sociedades) se dan razones para la obediencia y razones para la rebelión. Tan sociables somos cuando obedecemos por las razones que nos parecen válidas como cuando desobedecemos y nos sublevamos por otras que se nos antojan de más peso. De modo que, para entender algo de la política, tendremos que planteamos esas diversas razones. Porque la política no es más que el conjunto de las razones para obedecer y de las razones para sublevarse...
Obedecer, rebelarse: ¿no sería mejor que nadie mandase, para que no tuviésemos que buscar razones para obedecerle ni encontrásemos motivos para sublevamos en contra suya? Ésta es más o menos la opinión de los anarquistas, gente por la que reconozco que tengo bastante simpatía. Según el ideal anárquico, cada cual debería actuar de acuerdo con su propia conciencia, sin reconocer ningún tipo de autoridad. Son las autoridades, las leyes, las instituciones, el aceptar que unos pocos guíen a la mayoría y decidan por todos, lo que provoca los infinitos quebraderos de cabeza que padecemos los humanos: esclavitud, abusos, explotación, guerras… La anarquía postula una sociedad sin razones para obedecer a otro y por tanto también sin razones para rebelarse contra él. En una palabra: el final de la política, su jubilación. Los hombres viviríamos juntos pero como si viviésemos solos, es decir, haciendo cada cual lo que le da la gana. Pero ¿no le daría a alguno la gana de martirizar a su vecino o de violar a su vecina? Los anarquistas suponen que no, pues los hombres tenemos tendencia espontánea y natural a la cooperación, a la solidaridad, al apoyo mutuo que a todos beneficia. Son las. jerarquías sociales, el poder establecido y las supersticiones que lo legitiman, las que producen los enfrentamiento s y enloquecen a los individuos. Los jefes sostienen que nos mandan por nuestro bien; los anarquistas responden que nuestro verdadero bien sería que nadie mandase, porque entonces cada cual se portaría obedientemente... pero no obedeciendo a ningún hombre falible y caprichoso sino a la verdadera bondad de la naturaleza humana.
¿Es posible una sociedad anárquica, es decir, sin política? Los anarquistas tienen desde luego razón al menos en una cosa: una sociedad sin política sería una sociedad sin conflictos. Pero ¿es posible una sociedad humana —no de insectos o de robots— sin conflictos? ¿Es la política la causa de los conflictos o su consecuencia, un intento de que no resulten tan destructivos? ¿Somos capaces los humanos de vivir de acuerdo... automáticamente? A mí me parece que el conflicto, el choque de intereses entre los individuos, es algo inseparable de la vida en compañía de otros. Y cuantos más seamos, más conflictos pueden llegar a plantearse. ¿Sabes por qué? Por una causa que en principio parece paradójica: porque somos demasiado sociables. Intentaré explicarlo. La más honda raíz de nuestra sociabilidad es que desde pequeños nos arrastra el afán de imitarnos unos a otros. Somos sociables porque tendemos a imitar los gestos que vemos hacer, las palabras que oímos pronunciar, los deseos que los demás tienen, los valores que los demás proclaman. Sin imitación natural, espontánea, nunca podríamos educar a ningún niño ni por tanto acondicionarle para la vida en grupo con la comunidad. Desde luego, imitamos porque nos parecemos mucho: pero la imitación nos hace cada vez más parecidos, tan parecidos... que entramos en conflicto. Deseamos obtener lo que vemos que los demás también quieren; queremos todos lo mismo pero a veces lo que anhelamos no pueden poseerlo más que unos pocos o incluso uno sólo. Sólo uno puede ser el jefe, o ser el más rico, o el mejor guerrero, o triunfar en las competiciones deportivas, o poseer a la mujer más hermosa como esposa, etc... Si no viésemos que otros ambicionan esas conquistas, es casi seguro que no nos apetecerían tampoco a nosotros, al menos desaforadamente. Pero como suelen ser vivamente deseadas, por imitación las deseamos vivamente. Y así nos enfrenta lo mismo que nos emparienta: el interés (etimológicamente) es lo que está-entre dos o más personas, o sea lo que las une pero también las separa...
De modo que vivimos en conflicto porque nuestros deseos se parecen demasiado entre sí y por ello colisionan unos contra otros. También es por demasiada sociabilidad (por querer ser todos muy semejantes, por fidelidad excesiva a los de nuestra misma tierra, religión, lengua, color de piel, etc...) por lo que consideramos enemigos a los distintos y proscribimos o perseguimos a los que difieren. Hablaremos otra vez de esto más adelante, cuando mencionemos el nacionalismo y el racismo, esas enfermedades de la sociabilidad. Por el momento, te hago notar una cosa importante pero que choca con la opinión comúnmente establecida. Oirás decir que la culpa de los males de la sociedad la tienen los asociales, los individualistas, los que se despreocupan o se oponen a la comunidad. Mi opinión, tú verás si estoy equivocado o no, es la contraria: los más peligrosos enemigos de lo social son los que se creen lo social más que nadie, los que convierten los afanes sociales (el dinero, por ejemplo, o la admiración de los demás, o la influencia sobre los otros) en pasiones feroces de su alma, los que quieren colectivizarlo todo, los que se empeñan en que todos vayamos a una... aunque seamos muchos, los que están tan convencidos de los valores comunes que pretenden convertir en bueno a todo el mundo aunque sea a palos, etc... La mayoría de los verdaderos individualistas son tolerantes con los gustos ajenos porque les traen sin cuidado y, como tienen sus propios valores, a menudo distintos de los de la escala “oficial” no chocan frontalmente con los diferentes a ellos, no pretenden imponerles por la fuerza las virtudes propias ni luchan a zarpazos por apoderarse de algo único cuyo mayor precio viene solamente de que lo quieren muchos. La gente más sociable es la que acepta el compromiso con los demás razonablemente, o sea: sin exageraciones. Ahora que nadie nos oye te susurraré una blasfemia: ¿te acuerdas de que en el libro anterior te dije que los que mejor entienden la ética son los egoístas reflexivos? Pues bien, los miembros de la comunidad que menos contribuyen a estropearla son esos individualistas contra quienes tanto oirás predicar: los que viven para sí mismos y por tanto comprenden las razones que hacen indispensable la armonía con los demás; no los que sólo viven para los demás... y para lo de los demás.
Sin embargo, no vayas a creer que el conflicto entre intereses, cualquier conflicto o enfrentamiento, es malo de por sí. Gracias a los conflictos la sociedad inventa, se transforma, no se estanca. La unanimidad sin sobresaltos es muy tranquila pero resulta tan letalmente soporífera como un encefalograma plano. La única forma de asegurar que cada cual tiene personalidad propia, es decir, que de verdad somos muchos y no uno solo hecho por muchas células, es que de vez en cuando nos enfrentemos y compitamos con los otros. Quizá queramos lo mismo todos, pero al enfrentamos por conseguido o enfocar el mismo asunto desde diversas perspectivas, constatamos que no todos somos el mismo. A veces los que gustan de dar órdenes dicen: “¡Vamos todos como un solo hombre! ¡En pie todos como un solo hombre!” Menudo disparate colectivista. ¿Por qué demonios tenemos que hacer todos algo como un solo hombre... si no somos uno sino muchos? Hagamos lo que hagamos, en armonía o discrepancia, es mejor hacerla como trescientos hombres, o como mil, o como los que seamos y no como uno, puesto que no somos uno. Actuamos solidaria o cómplicemente con los demás, pero no fundidos con los demás, confundidos y perdidos en ellos, soldados a ellos... Por cierto, ¿te suena a algo esa palabra, soldados?
De modo que en la sociedad tienen que darse conflictos porque en ella viven hombres reales, diversos, con sus propias iniciativas y sus propias pasiones. Una sociedad sin conflictos no sería sociedad humana sino un cementerio o un museo de cera. Y los hombres competimos unos con otros y nos enfrentamos unos contra otros porque los demás nos importan (¡a veces hasta demasiado!), porque nos tomamos en serio unos a otros y damos trascendencia a la vida en común que llevamos con ellos. A fin de cuentas, tenemos conflictos unos con otros por la misma razón por la que ayudamos a los otros y colaboramos con ellos: porque los demás seres humanos nos preocupan. Y porque nos preocupa nuestra relación con ellos, los valores que compartimos y aquellos en que discrepamos, la opinión que tienen de nosotros (esto es muy importante, lo de la opinión: exigimos que nos quieran, o que nos admiren, o al menos que nos respeten o si no que nos teman…), lo que nos dan y lo que nos quitan... Según los hombres vamos siendo más numerosos, las posibilidades de conflicto aumentan; y también aumentan los jaleos cuando crecen y se diversifican nuestras actividades o nuestras posibilidades. Compara la tribu amazónica de apenas un centenar de miembros, cada cual con su papel masculino o femenino bien determinado, sin muchas opciones para salirse de la norma, con el torbellino complicadísimo en el que viven los habitantes de París o Nueva York…
No es la política la que provoca los conflictos: malos o buenos, estimulantes o letales, los conflictos son síntomas que acompañan necesariamente la vida en sociedad... ¡y que paradójicamente confirman lo desesperadamente sociales que somos! Entonces la política (recuerda que se trata del conjunto de las razones para obedecer y para desobedecer) se ocupa de atajar ciertos conflictos, de canalizarlos y ritualizarlos, de impedir que crezcan hasta destruir como un cáncer el grupo social. Los humanos somos agresivos, como ya tendremos ocasión de comentar más adelante al hablar de la guerra y la paz: a nada que nos descuidemos, llevamos nuestras discrepancias conflictivas hasta el punto de matamos unos a otros. Los otros animales que viven en grupo suelen tener pautas instintivas de conducta que limitan los enfrentamientos intergrupales: los lobos luchan entre sí por una hembra con ferocidad, pero cuando el que va perdiendo ofrece voluntariamente su cuello al más fuerte, el otro se da por contento y le perdona la vida; si en la batalla entre dos gorilas machos uno toma a un bebé gorila en los brazos y lo acuna como hacen las hembras, el otro cesa inmediatamente la pelea porque a las hembras no se las ataca... Etc. Los hombres no solemos tener tan piadosos miramientos unos con otros. Es preciso inventar artificios que impidan que la sangre llegue al río: se necesitan personas o instituciones a las que todos obedezcamos y que medien en las disputas, brindando su arbitraje o su, coacción para que los individuos enfrentados no se destruyan unos a otros, para que no trituren a los más débiles (niños, mujeres, ancianos...), para que no inicien una cadena de mutuas venganzas que acabe con la concordia del grupo.
Pero la autoridad política viene también a cumplir otras funciones. En cualquier sociedad humana hay determinadas empresas que exigen la colaboración o algún tipo de apoyo de todos los ciudadanos: se trata de la defensa del grupo, de la construcción de obras públicas de gran utilidad que ningún particular puede realizar por sí solo, la modificación de tradiciones o leyes que han estado vigentes mucho tiempo y su sustitución por otras diferentes, la asistencia a los afectados por alguna catástrofe colectiva o por esas catástrofes individuales que a todos nos importan (desvalimiento infantil, enferme dad, vejez...), incluso la organización de fiestas y celebraciones comunales que refuercen en los miembros de la colectividad los lazos de amistad civil y la emoción de formar parte de un conjunto bien armonizado. La exigencia de instituir alguna forma de gobierno, algún tipo de puesto de mando que dirija el grupo cuando resulte necesario, se apoya en estas justificaciones y otras parecidas que quizá a ti mismo se te ocurran reflexionando un poco sobre el asunto. No te he mencionado más que las de signo positivo, o sea las que tienden a construir o remediar, aunque también se necesita autoridad para prevenir ciertos males que afectan a muchos pero que unos cuantos por interés miope favorecen (la destrucción de los recursos naturales es un buen ejemplo) y para asegurar un mínimo de educación que garantice a cada miembro del grupo la posibilidad de conocer el tesoro de sabiduría y habilidad acumulado durante siglos por quienes les preceden.
Los partidarios de la anarquía pueden admitir la mayoría de estas demandas y su perentoriedad, pero no sin buenas razones arguyen que establecer una jefatura estatal y única suele crear más problemas de los que resuelve, aún peor: los jefes dan soluciones a los problemas planteados que resultan después más problemáticas que los males que intentaban resolver. Para acabar con la violencia promueven ejércitos y policías que cometen violencia en gran escala; pretendiendo ayudar a los débiles debilitan a todo el mundo con su prepotencia ordenancista; en nombre de la unidad de lo colectivo acogotan la espontaneidad libre y creadora de los individuos; inventan al Todo (patria, nación, civilización...) una personalidad sacrosanta hecha de odio a los extraños, los diferentes, los disidentes; convierten la educación en un instrumento de sumisión a los dogmas, a los poderosos y a los prejuicios que les favorecen; etc., etc... En resumen, inventan una casta privilegiada —los especialistas en mandar— y la instituyen por la fuerza como “salvadora permanente” de los demás, que por lo visto son sólo “especialistas en obedecer”…
Repasando la historia, tanto la más antigua como la más contemporánea, te confieso que llego a la conclusión de que estas objeciones contrarias a los jefes y al Estado tienen bastante fundamento. Pero también me resulta evidente que esperar el milagro de que millones de seres humanos logren vivir juntos de manera automáticamente armoniosa y pacífica, sin ningún tipo de dirección colectiva ni cierta coacción que limite la libertad de los más destructivos o de los más imbéciles (que suelen ser los mismos), no es cosa que parezca compatible con lo que los humanos hemos sido, somos… ni siquiera con lo que verosímilmente podemos llegar a ser. De modo que considero indispensables algunas órdenes... aunque no cualquier tipo de órdenes; ciertos jefes... aunque no cualquier tipo de jefes; algún gobierno... pero no cualquier gobierno. Volvemos así, qué quieres que yo le haga, al planteamiento inicial del asunto, de ese asunto del que la política se ocupa: ¿a quién debemos obedecer? ¿En qué debemos obedecer? ¿Hasta cuándo y por qué tenemos que seguir obedeciendo? Y, desde luego, ¿cuándo, por qué y cómo habrá que rebelarse?
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“¿Cómo puede ser que tantos hombres, tantos burgos, tantas ciudades, tantas naciones soporten a veces a un solo tirano, que no tiene más poderío que el que se le concede y que no tiene capacidad de dañar sino en tanto se le aguanta, que no podría hacer mal a nadie si no se prefiriera soportarle a contradecirle? Gran cosa es y más triste que asombrosa ver a un millón de hombres someter su cuello al yugo no obligados por una fuerza mayor sino por el solo encanto del nombre de uno” (E. de la Boétie, Contra Uno o Discurso, de la servidumbre voluntaria).
“Por lo demás, los hombres no derivan placer alguno (antes bien, considerable pesar) de estar juntos allí donde no hay poder capaz de imponer respeto a todos ellos. [...] En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y por consiguiente tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la Tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre un vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” (T. Hobbes, Leviatán).
“Ser gobernado es ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, reglamentado, encasillado, adoctrinado, sermoneado, fiscalizado, estimado, apreciado, censurado, mandado por seres que no tienen ni título, ni ciencia, ni virtud. Ser gobernado significa, en cada operación, en cada transacción, ser anotado, registrado, censado, tarifado, timbrado, tallado, cotizado, patentado, licenciado, autorizado, apostillado, amonestado: contenido, reformado, enmendado, corregido. Es, bajo pretexto de utilidad pública y en nombre del interés general, ser expuesto a contribución, ejercido, desollado, explotado, monopolizado, depredado, mistificado, robado; luego, a la menor resistencia, a la primera palabra de queja, reprimido, multado, vilipendiado, vejado, acosado, maltratado, aporreado, desarmado, agarrotado, encarcelado, fusilado, ametrallado, juzgado, condenado, deportado, sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado, ultrajado, deshonrado. ¡He aquí el gobierno, he aquí su moralidad, he aquí su justicia!” (P. J. Proudhon, Idea general de la revolución en el siglo XIX).
“De los fundamentos del Estado se deduce evidentemente que su fin último no es dominar a los hombres ni acallarlos por el miedo o sujetarlos al derecho de otro, sino por el contrario libertar del miedo a cada uno para que, en tanto que sea posible, viva con seguridad; esto es, para que conserve el derecho natural que tiene a la existencia, sin daño propio ni ajeno. Repito que no es el fin del Estado convertir a los hombres de seres racionales en bestias o en autómatas, sino por el contrario que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razón sin rivalizar por el odio, la cólera o el engaño, ni se hagan la guerra con ánimo injusto. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad. “Me rebelo, luego somos”
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